Hay detalles de la vida cotidiana que nos parecen irrelevantes. Todos los días nos levantamos y antes de desayunar, de salir a la calle o de hacer cualquier cosa, nos lavamos los dientes, nos enjuagamos la cara y… nos miramos al espejo. Es apenas un instante que, con un movimiento casi reflejo, tomamos para vernos la cara, para mirar hacia adentro de nuestros propios ojos, una pequeña comprobación diaria de todavía estamos ahí. Aún si no somos particularmente atentos a nuestra imagen, todos tenemos el hábito de pararnos aunque sea unos segundos frente a un espejo.
Es que el cuerpo, y en especial, el rostro, es una parte importante de quienes somos. Nuestro cuerpo comunica, en los gestos, en los movimientos, y su forma también habla de quiénes somos y de cómo vivimos. Hay cuerpos delgados, otros más robustos, algunos muy erguidos y otros encorvados por los años, el esfuerzo… ¡o la timidez! Pero la cara, particularmente, concentra nuestra expresividad y por eso, ese pequeño instante en que vemos reflejada nuestra imagen (que damos por sentado y al que seguramente nunca le habías prestado atención) se vuelve un momento incómodo si hay algo que no cuadra: un granito, una pequeña herida, una manchita, enseguida llaman nuestra atención. Algo no está bien frente al espejo, hay algo inusual, y nos tomamos unos minutos más para examinar ese detalle, observarlo desde distintos ángulos y determinar si necesita ser disimulado con maquillaje, o si realmente es insignificante.
Ahora, cómo sería si en ese ritual cotidiano, si después de que el agua nos refresque la cara y los ojos, levantamos la cabeza… y nuestro pelo no está. Algunos pueden creer que esto también es irrelevante, y hay mucha gente que lo sobrelleva con entereza y sin demasiado drama. Después de todo, hay muchos calvos en el mundo y no parece ser tan grave, ¿no?
Pero vayamos un poco más allá. ¿Qué sentiríamos si ese cabello que nos falta, lo perdimos a causa de una enfermedad, o –para ser más precisos- a causa de un duro tratamiento para vencer una grave enfermedad? Entonces, ese momento de comprobación cotidiana del propio yo frente al espejo, se transforma en el recordatorio cotidiano de esa batalla. Así, como primera vivencia del día, antes del desayuno, antes del trabajo, antes que nada, una brusca caída a la realidad: “tengo cáncer”. Y aún no hemos salido a la calle, donde después de la propia mirada, nos encontraremos con la mirada de los demás. El agua refrescante se vuelve entonces gélida.
No es fácil enfrentar la noticia de un diagnóstico oncológico, no es fácil enfrentar un tratamiento oncológico, no es fácil lidiar con la reacción de los demás ante una enfermedad oncológica. Cuando se pierde el cabello, contar con una peluca no solo nos ayuda a sentirnos más cómodos en situaciones sociales. También contribuye a que el espejo nos devuelva esa imagen del “yo” que siempre fuimos (o del que queremos ser, aprovechando la ocasión para cambiar el look!), nos ayuda a encontrarnos con una imagen alentadora de nosotros mismos, nos ayuda a mirarnos al espejo con seguridad y confianza.
¿Tenés una peluca? Donala.
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